Monday, December 05, 2011

UN VIEJO COMUNISTA, UNA RIÑA DE GALLOS, UN ESCRITOR OLVIDADO Y UN HEMINGWAY PERDIDO.



Todo en la vida de Hemingway es aventura. No hace falta recurrir al sinnúmero de anécdotas que circulan permanentemente para advertir que Ernest fue un hombre al límite. En verdad, ese estilo que lo caracterizó tenía su razón, nunca el escritor quiso ser un autor del montón y mucho menos un mediocre que estuviera mendigando a los editores para que le publicaran la obra. Nos guste o no, este prepotente supo que la “guerra” se libraba en todos los frentes y que ese desafío donde la vida y muerte conformaban un matrimonio perverso, era como el fino cordel que vibraba en su caña de pesca: resistía, pero en cualquier momento podía cortarse.

A Hemingway se lo critica por su pasión por los toros y, en menor medida, por la aficción a la pelea de gallos. Podemos llenar páginas enteras sobre este tema, cabe censurar, criticar, levantar la voz, pedir firmas en señal de protesta, solicitar que se prohíban todas las corridas y se persiga a esos inhumanos que lanzan al combate a dos gallos calientes, pero lo que debe quedar en claro es que Hemingway no es el causante de la muerte de toros y aves bravías.
Hace unas semanas, falleció un viejo militante comunista con el que supe mantener cierta amistad. Siempre el hombre soñó con la revolución y esa suerte de clase obrera combativa. En el velatorio, el hijo, a quien no veía desde la adolescencia, me comentó que su padre había sido amigo del poeta Luis Leopoldo Franco, un escritor terriblemente comprometido con lo social y muy cercano a la militancia de su padre. Luis Franco fue un rebelde no reconocido por sus pares porque tenía una conducta moral intachable. De hecho, antes que escritor fue obrero rural y nunca negó el origen humilde, su raíz de hombre de campo. Este preámbulo viene a cuento, porque mi amigo en un viaje que realiza a Cuba tiene oportunidad de conocer a Hemingway.


 En ese encuentro donde participaban poetas cubanos y argentinos, le entrega a Ernest una serie de libros. Mi amigo, allí se entera que el norteamericano era simpatizante de la riña de gallos. Inmediatamente recuerda un cuento de Franco y le promete al novelista que se lo enviará a su regreso. Así lo hace. Hemingway, dos meses después, le responde que leyó ese cuento con gran placer y que lo considera uno de los mejores relatos sobre la pelea de gallos. Me parece oportuno que ustedes conozcan al menos, el fragmento principal de esa obra y saquen sus propias conclusiones. Yo expongo la mía: un escritor del norte argentino, olvidado por el aparato profesional de editores comprometidos con la lectura de libros propios de salas de espera de consultorios, se encuentra a través de un cuento, con uno de los mejores escritores del siglo XX gracias a un tema polémico como es la riña de gallos. Dos historias distintas, dos ambientes sociales diferentes, dos realidades opuestas. Un hombre de Chicago leyendo a un paisano catamarqueño. Dos gallos de riña, la vida y la muerte, la aventura en el medio, el desquite, la diana de victoria y el olor a sangre que no cesa, que atraviesa el tiempo, que se coagula en la letra impresa. Con ustedes la pelea.


DESQUITE (Cuentos orejanos)


Enlazado de medio cuerpo por un pañuelo que cruzaba bajo las alas, colgaba el gallo en vilo del gancho de la balanza de mano.


-Seis, ocho...Les llevamos apenas una oncita -masculló el viejo Eladio.-Bueno, bueno, calcen ligerito y vamos -gritó Don Paulo.


Y en las púas, despuntadas como guampas torunas, les calzaron las espuelas de acero. Cantó uno y sobre el pucho le retrucó el otro: cantos encogidos de rabia, como restallados.


Capadas de crestas, las cabezas denudas como un talón, rojas como un tajo. Lampiños de cogote, de ancas y de muslos, mostraban la carne en que ardía la sangre de pelea como ají de monte. En cuanto al estado, ya se veía el alcance del toreo y la dieta, y la maña de los cuidadores.


Con ese odio que prende más ligero que la pólvora, tiritaban de coraje, golosos del entrevero a punta. Se salían de la vaina.


Uno, el Giro, era medio viejazo, y viejazo del todo, pero su fama tampoco era nueva. Al Torcazo, un tuerto de avería, su dueño lo había costeado de no sé qué pago.


En un decir Jesús, un muchacho había rociado y barrido el redondel. El viejo Eladio echó su gallo. ¡Qué mozo para el baile! Cloqueando despacito, alzando un poco las patas por el ajuste del puón, el Torcazo caminaba tranquilo, canchero viejo. El costurón de un tajo le sesgaba el cogote. Por ratos quería alzar alguna pizca del suelo, o tirarse la atadura de una espuela.


Don Paulo se arrimó con su gallo y el viejo levantó el suyo.


- Caramba- chanceó aquél, mirando al Torcazo -como si medio le brillara la cabeza.


-Es la grasa del zorro, señor -se rió el otro aludiendo a la vieja trampa.


Soltaron. Los gallos guardaron distancia, aguaitándose medio al sesgo con ojos de chispa, los cogotes encogidos, tiritando las cabezas, en sube y baja, como si vinieran buscándose de años sin poder toparse.


La riña estaba en un pelo. Bárbaros de más puntas que un tala, era cuestión que se entregaran un poco, no más. Por ahí se agarraron de firme, y contestando al otro, el Torcazo tiró dos veces en la misma picada, aunque su tiro de crédito era de costado.






Se le vió un rasponcito, una nadita, cerca del oído....


-¡Diez pesos al Giro!- desafió el comisario -¿Quince pesos al Giro, señores? ¿Quén paga?


Nadie movió la boca.


Se cruzaron de nuevo, y al Giro le coloreó un tamaño tajo encima de la nuca.


-¡Pago los quince, don!- anotició de golpe el viejo Eladio.


El desafiante medio tartamudeó al principio, pero después retrucó con ganas: ¡Pagados!


-Velay, ¿Quiere llevarme cinco pesos más?- se le arrimó otro comedido.


- No ha de ser, amigo: déjeme espiar un poco...


Qué diablos, al Giro le sangraba ahora el pico. Hereje el tuerto, señor. ¡Vaya la falta que le hacía el ojo ausente! Le llovió la plata como habas.


- ¡Diez pesos al Torcazo!


- ¡Cinco aquí!


- ¡Diez a ocho al tuerto!


- Está lindo pa´parar, caballeros; nada se ha visto hasta no ver todo -filosofó un viejo de ponchito hilachento, sabiendo que una riña es como taba al aire.


Todos estaban con la boca seca. Nadie pitaba. Los gallos se acorralaron a muerte.


Dos o tres topes más y alguno medio cloqueó ¿Cuál? No se supo bien al principio. El Giro acababa de perder el pico, y el otro, golpeado en el ojo bueno, estaba ciego....


El asombro de la rueda ruideó como el viento.


- Silencio...


Cosa de diablo…


A alguno le borbollaba la garganta. ¿El Torcazo? Sacudió la cabeza con un cloqueo.


- Oh...degollao...¡Lo está ahogando la sangre !


En eso, sintiendo cerca el acezo del otro, se despabiló de golpe y, tambaleando a lo borracho, cintareó el último bote. Después se acostó despacito sobre sus patas y aflojó la cabeza, muerto. El vencedor, desfondado de heridas y casi ciego, miserable, espantoso, soberbio, lanzó su diana de victoria.

Fragmento del cuento de Luis Leopoldo Franco 1898/1968. El autor, en 1965, publicó en Argentina un libro sobre la Revolución Cubana titulado Espartaco en Cuba, dedicado a Ernesto "CHE" Guevara.

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